Cuando se dice que el dinero no hace la felicidad se alude, evidentemente, al de los demas. Sacha Guitry.
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La investigación de los factores que influyen en la felicidad es amplia y controvertida. De ella han surgido numerosas listas y cálculos matemáticos sobre los diversos factores que podrían intervenir en la felicidad.
Sin llegar tan lejos, es famoso -y no del todo desacertado- el dicho popular que asienta la felicidad en tres pilares: salud, dinero y amor. De entre ellos, nadie suele cuestionar que el amor nos aporta felicidad ni que la falta de salud nos la arrebata. En cambio, es frecuente escuchar la afirmación de que “el dinero no da la felicidad”. Pero… ¿Es eso cierto o se trata de una frase propia del conformismo y/o de la envidia ante el dinero ajeno? La respuesta no es sencilla. Lo que parece más seguro es que de los tres pilares mentados, el dinero es el que menos contribuye a nuestra dicha. La carencia de amor (en sentido general, es decir: amor a los padres, al trabajo, a la pareja, al arte, etc.) conduce a menudo al ostracismo, a la depresión y/o al resentimiento. La privación de salud hace incómodo el día a día, dificulta las relaciones personales, impone restricciones físicas y/o psíquicas e, incluso, llega a amenazar la propia vida. Sin embargo, la falta de dinero no tiene por qué amargar siempre la existencia. Es evidente que pecaríamos de hipócritas si le decimos a un indigente desgraciado que el dinero no le va a aportar un aliciente para ser más feliz. Ahora bien, es igualmente falso suponer que los monjes que hacen voto de pobreza, que los eremitas hindúes, que ciertos grupos étnicos y/o religiosos, etc., sufren por su "alejamiento del dinero". En estos y otros ejemplos el ser humano apuesta voluntariamente por una vida espiritual alejada de los lujos materiales. Así pues, es necesario tratar el asunto desde una perspectiva lo más aséptica y objetiva posible.
Sin llegar tan lejos, es famoso -y no del todo desacertado- el dicho popular que asienta la felicidad en tres pilares: salud, dinero y amor. De entre ellos, nadie suele cuestionar que el amor nos aporta felicidad ni que la falta de salud nos la arrebata. En cambio, es frecuente escuchar la afirmación de que “el dinero no da la felicidad”. Pero… ¿Es eso cierto o se trata de una frase propia del conformismo y/o de la envidia ante el dinero ajeno? La respuesta no es sencilla. Lo que parece más seguro es que de los tres pilares mentados, el dinero es el que menos contribuye a nuestra dicha. La carencia de amor (en sentido general, es decir: amor a los padres, al trabajo, a la pareja, al arte, etc.) conduce a menudo al ostracismo, a la depresión y/o al resentimiento. La privación de salud hace incómodo el día a día, dificulta las relaciones personales, impone restricciones físicas y/o psíquicas e, incluso, llega a amenazar la propia vida. Sin embargo, la falta de dinero no tiene por qué amargar siempre la existencia. Es evidente que pecaríamos de hipócritas si le decimos a un indigente desgraciado que el dinero no le va a aportar un aliciente para ser más feliz. Ahora bien, es igualmente falso suponer que los monjes que hacen voto de pobreza, que los eremitas hindúes, que ciertos grupos étnicos y/o religiosos, etc., sufren por su "alejamiento del dinero". En estos y otros ejemplos el ser humano apuesta voluntariamente por una vida espiritual alejada de los lujos materiales. Así pues, es necesario tratar el asunto desde una perspectiva lo más aséptica y objetiva posible.
En mi opinión, el dinero nos acerca a la felicidad de tres maneras:
A/ La primera se basa en su mera acumulación: el individuo no disfruta tanto de los bienes y servicios a los que puede acceder como del “engrosamiento de su billetera”. Hay personas que son felices llevando una vida austera -próxima a la miseria- la cual hacen girar en torno a una preocupación casi obsesiva por el incremento de capital.
B/ La segunda manera consiste en disfrutar con la satisfacción de nuevas necesidades: para el ser humano, las necesidades son infinitas y pueden ser creadas mediante la publicidad de nuevos bienes y servicios. No es raro pues, que la única razón de ser de muchos estribe en diferenciar a los poseedores de los que carecen de ellos. Sin ir más lejos, una prenda de una marca textil cara y famosa puede no ser tan duradera, ni cómoda, ni abrigar tanto como otra más barata y menos conocida. El propietario de la primera seguramente no estará tan interesado en su funcionalidad como en su carácter de exclusividad o de pertenencia a cierto grupo elitista.
Si nos fijamos, el aporte de felicidad que confiere el dinero por una u otra vía se mide en términos relativos: el sujeto alcanza cierta felicidad poseyendo más dinero que el vecino o cubriendo necesidades que le permitan sentirse “por encima” de éste. El primer caso de aporte de felicidad ha dado pie a la creación de arquetipos huraños famosos como Ebenezer Scrooge o el Tío Gilito. A su vez, el segundo caso suele asimilarse a personas con problemas de autoestima que esconden sus complejos tras un esnobismo poco racional, o bien apaciguan su ansiedad a través de las compras compulsivas.
La felicidad del mero acumulador de dinero suele presentarse de forma moderada y continua durante largos periodos de tiempo. Por el contrario, la felicidad del esnob o del adicto a las compras aparece de manera breve y explosiva. El placer se diluye en el tiempo, siendo precisas más adquisiciones que satisfagan las nuevas necesidades que le atenazan.
C/ La tercera y última vía por la que el dinero aporta felicidad carece de las connotaciones negativas mencionadas, pues alude a una mayor libertad y/o comodidad, y a una "ampliación de horizontes". Por ejemplo: acercando la cultura al individuo, alejándolo de trabajos muy duros, aportándole distracciones y enriquecimientos mentales para su medio social, permitiéndole el acceso a bienes y servicios objetivamente de mayor calidad, etc.
En otro orden de cosas, no se debe ignorar que la riqueza puede acarrear infelicidad a muchos individuos que carecen de ella y que comparan su estatus económico con el de personas más adineradas. Diversas investigaciones han evidenciado que poblaciones con pocos recursos que se comparan con otras más acaudaladas obtienen una fuente de desdicha ante tal confrontación. Esta situación supondría – al menos en teoría- un punto a favor de la ideología socialista pues ésta tiende a reducir las diferencias económicas entre individuos. Sin embargo, la experiencia histórica demuestra que al aplicarse el socialismo radical o el comunismo los ciudadanos no parecen ser más felices sino al contrario. Existen múltiples razones que arrojan luz sobre esta paradoja. Entre ellas cabría destacar:
1/ La escasa diferencia de sueldos en los regímenes mencionados, que desincentiva el esfuerzo de superación.
2/ Aunque en apariencia no hay grandes diferencias salariales, en la práctica sí que suelen cobrar más y disfrutar de mayores privilegios los burócratas y/o allegados al partido gobernante (Nomenklatura...), y/o los que ocupan puestos indispensables para mantener el orden social (ejército, servicios secretos, etc.).
3/ La igualación de sueldos tiende a aproximarlos a la baja, lo que implica una mayor pobreza.
4/ La incapacidad para generar riqueza de los regímenes izquierdistas extremos acarrea una mayor depauperación. Ello es debido a que se reduce la iniciativa privada y la competencia, apostándose por el Estado como creador de riqueza, sin contar con que éste en realidad no es productor de la misma sino un mero distribuidor.
5/ La escasa incentivación (¡o hasta prohibición!) del ahorro impide a muchos ciudadanos abandonar la pobreza.
En consecuencia, la infelicidad por comparación que acarrea el dinero no parece que se vaya a arreglar apostando por medidas políticas de corte igualitario. Cuanto más tiendan éstas a la igualdad, más acercarán la represión y la pobreza a los ciudadanos. ¿Qué hacer entonces? La solución no es sencilla. Quizás hallemos un punto de partida en cultivar una moral que enseñe a no sufrir por la riqueza ajena mientras ésta no implique la miseria para el menos adinerado. Todo ello inmerso en un marco legal que reduzca las trabas que impiden alcanzar un mayor estatus socioeconómico, al tiempo que se evita el enriquecimiento a través de la corrupción.